lunes, 31 de marzo de 2008

DE VACACIONES

Un día mi padre en la mañana dejó un recado para que en la cena estuviéramos puntuales porque debía hablarnos a todos como familia. Esa noche nos notificó que las finanzas del año no habían sido las esperadas, motivo por lo cual no saldríamos a veranear.

_ Una vez más espero la colaboración de todos Uds., manteniendo este tema como reservado. Como Uds. ya suponen, nos quedaremos por un mes sin salir de la casa, evitándonos así un bochorno social. Aprovechen de estudiar, repasar las materias en que no lograron las notas que con su madre esperamos Así, comienzan bien las clases en marzo.

Se compraba todo anticipado, vociferando en el almacén que era para llevarlo al veraneo. El pan se hacía en casa. La huerta proveía diariamente las verduras y manzanas. El gallinero nos surtía de huevos y la carne blanca. Sólo una nana vieja de confianza, muy fea, salía de compras a la hora más calurosa, tipo tres y media de la tarde, para que nadie la viera trayendo lo que pudiese faltar.

Yo miraba como cerraban las persianas, ventanas y cortinas para que se viera la casa sin moradores. También, se ponían las trancas en las puertas para que nadie pudiera salir, ni entrar durante 30 días.

Al día siguiente, mi padre a la hora de almuerzo nos recordaba las rigurosas instrucciones para todos, que teníamos que seguir al pié de la letra. Sólo escucharlo nos descomponía por completo a todos.

_ Deben mantenerse en absoluto silencio, espero no oír jamás un grito o una risotada. Todos tienen absoluta prohibición de cortar ramas, hacer fogatas, tocar el piano, o guitarra. Pueden tener juegos de naipes, de ingenio, o dibujar. Este obligado encierro era soportado bien por la mayoría hasta una semana. Luego venían las odiosidades, los enojos de unos con otros. Las mujeres tejían o pintaban oleos, muy a disgusto. Los hombres tallaban maderas, escribían poemas. La lectura era costumbre para todos, por imposición. El aburrimiento era lo habitual. Para comunicarnos debíamos hablar en voz baja, entre murmullos.

Un hermano menor, siempre muy rebelde y alocado, se escapó por cierta ventana una noche. En la mañana cuando nos dimos cuenta que no estaba en su cama, comenzó la operación de salvataje.
Mi padre estaba furia. Había que esperar la noche para no ser vistos. Salimos a tocar puertas en las casas que creíamos podría estar. Cuando dimos con su paradero, se negó a asomarse porque pensaba que lo íbamos a matar. Después de muchos argumentos, logramos llegar con él a nuestra casa en completa oscuridad.
Le dieron una zurra que jamás pudo olvidar, porque la autoridad era así. Un mes después lo llevaron donde el director espiritual del colegio para que lo enderezara.

Mi padre tenía la costumbre de madrugar y estaba todo el día atento al orden de nuestro simulado veraneo. Si veía que algunos de nosotros no se comportaba a la altura de las circunstancias, nos miraba levantando las cejas, dándose por terminado cualquier problema.
En las noches mi madre, siempre acompañada por su séquito y nosotros, que éramos ocho hermanos, observados por mi padre, teníamos largas tertulias, algunas muy aburridas por ser obligadas. Adivinanzas que nos sabíamos de memoria, las capitales del mundo, tablas de multiplicar dirigidas a mis hermanos menores, más una que otra anécdota nueva que no siempre eran escuchadas por todos de tanto susurrar.

El baño de la casa no daba abasto para tanta demanda, siempre con alguien esperando en medio de fragantes y penetrantes olores que dejaban nauseabundo los alrededores del corredor. Debíamos tener baldes con agua porque no se podía tirar la ruidosa cadena. El baño siempre estaba semi mojado, con las pozas de algún balde que goteaba. Era la porción de la casa más fresca, pero irrespirable cuando alguien enfermaba y se tapaba la tasa. El sopapo siempre estaba a la vista, a veces húmedo.

En la víspera del término de nuestro encierro, mi padre nuevamente nos sermoneaba sobre el lugar donde habíamos viajado en tren a pasar unas lindas vacaciones al campo, en el sur, para evitar desacuerdos. Nos volvía a repetir que era un secreto de familia que no debíamos revelar a nadie, para no caer en la desgracia de qué dirán. Al bochorno de mi hermano rebelde se le buscaría alguna buena explicación.

Al fin del último día se abrían las persianas, las ventanas, las cortinas, se dosificaba muy bien la basura a sacar, se comenzaba a regar y nosotros aparecíamos de regreso ante nuestras amistades.

Hoy me causa pena recordar esas costumbres tan patriarcales, cuando Chile tenía ciudades más pequeñas y la gente simulaba para tapar sus trancas y aparecer siendo más importantes como personas y familias.

WIRIYO
22.1.2008

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