Desde las entrañas de la tierra fueron extraídos como mágica arenisca unos granos del mineral de hierro nortino. Del reverbero mismo de la fundición nos convirtieron, de lingotes de fierro, en decorados centrales, en gruesas y forjadas puntas de lanzas. Así, nos convertimos en un señorial portón de esa casa colonial.
Nosotros llegamos casi al final, poco antes que el arquitecto paseara al señor, la señora, sus hijos,
por cada ambiente que llegarían a habitar, con sus cruces, rosarios, sus perros, gallinas y patos.
El día de la inauguración concurrieron importantes comensales, entre ellos el obispo que bendijo ese hogar lleno de jóvenes, primos, tías, abuelas y consuegros. No faltaron importantes políticos de la zona. Las berlinas y coches tirados por caballos entraban y salían aquel día. Había que celebrar como correspondía a una familia adinerada.
Con el tiempo, vimos ocasionalmente como las hijas del señor accedían a los requerimientos amo-rosos de sus pretendientes, al anochecer, apretándolas contra nosotros en una calurosa refriega de pubertad que muchas veces terminaron en matrimonio.
También. y siempre de noche, sorprendimos como el compadre y amigo del señor, ayudaba a desvestir a la señora que parecía estar urgida por concretar un veloz amor prohibido.
Del mismo modo, vimos como llegó el nocturno terremoto y lanzó a toda la cuadra a la calle. Después, palmatorias en mano, nadie osaba ingresar aunque afuera llovía con frío.
Muchas veces llegó el señor algo bebido y nos dio con la estructura de su coche hasta quedar
roncando detenido. Horas después era sacado balbuceando incoherencias.
En calidad de portón principal contemplamos robos, balazos, persecuciones y muertos en riñas.
Nosotros siempre estabamos atentos a lo que ocurría al interior en los pelambres acostumbrados de todos a todos, gritos de auxilio, de temor, de euforias y alegrías. Algunos fallecieron de viejos, otros de un balazo. Demasiada violencia de los mayores. Asimismo, hacia el exterior, sabíamos todo lo que ocurría en aquel barrio de casas elegantes, hechas con mucha paciencia con adobes,
maderas nobles, escalas de mármol con pasamanos de bruñido bronce, gruesas alfombras persas en el salón principal, braseros octogonales encendidos a medio día de otoño dándole un olor especial a cada casa, dependiendo que tanto alcanzaban a hacer las madrugadoras cocineras.
Diferentes aromas nos invadían todo el día, pasando por las comidas, las tortas, dulces de leche,
orín y bosta del caballo que tiraba la berlina de la casa, el olor a ropa planchada o, cuando sacaban las bacinicas de las piezas para luego botarlas a la acequia que pasaba por la vereda.
El olor a lana mojada cuando reparaban los colchones en verano, fétidas pinturas oleosas en la mantención de la casa, el olor al consomé, el anís, vainilla, clavo de olor, mezclado con la basura que a veces quedaba muy cerca nuestra, esperando la llegada del carro que la retiraba.
Tanto recuerdos, aromas, rostros y acontecimientos yacen en nuestra memoria. Jamás olvidaremos cuando nos comenzaron a desmontar y nos dejaron botadas en el patio. Al día siguiente llegaron unos maestros a instalar otra reja nueva con cristales pavonados. Les faltaba la calidad que nosotros teníamos, pues habían cambiado los tiempos y asomaba la modernidad. Semanas después nos subieron a un carretón con caballos y nos llevaron a un lugar en las afueras de la ciudad, al fundo del nieto del señor ya fallecido. Allí nos tuvieron bajo la lluvia, durante muchos años, pero como nos fabricaron con paciencia y la maestría anterior, esto no hizo mella.
Un día llegó un hombre que andaba buscando un portón antiguo y nuestro dueño nos vendió barato.
Al poco tiempo comenzó una nueva vida. Nos subieron arriba de otro carretón y nos devolvieron a la capital. Nos acicalaron con lijas, anticorrosivo y mucha pintura verde oscura. Fuimos a ser el portón principal, junto con una gran reja de una casa bastante más chica.
Tuvimos que adaptarnos a la nueva morada, al barrio, sus habitantes, sus invitados, sus parientes.
Nos costó acostumbrarnos a cierta ausencia de alegría, de olores penetrantes. Había mayor higiene.
El dueño llegaba en un carro con un motor a bencina. Faltaba el bullicio de la vieja casona y su barrio. Vivían apenas 7 personas incluyendo a la servidembre. Todos hablaban en voz baja para que el barrio no se enterara de sus vidas. Pero también había infidelidades a la vista, borracheras menos escandalosas y el señor de la casa se enojaba cuando los hijos le sacaban su carro.
Cada vez que se casaba un hijo se iba a vivir a otra casa con su señora. Eso nos llamaba la atención porque los moradores disminuían. Con el tiempo quedaron los señores solos acompañados por dos sirvientas y recibían tres de veces por semana a las hijas al almuerzo, a la merienda.
Esa casa se vendió cuando el señor murió.
Recuerdo que apoyados en mí, los hijos conversaban de llevarse a la señora para que no quedara sola. ¡Era natural que los que más la querían se la pelearan por quererla y atenderla!
Compró otra familia nueva que con el tiempo le ocurrió igual. La casa fue vendida varias veces. Los últimos dueños no estaban interesados en llevarse a vivir a sus padres, aunque ambos estaban viejitos. Optaron por envenenar al padre y dejaron en un elegante asilo a la madre. ¡Que sorpresa!
Un día llegaron unos señores a conversar acerca de la demolición de la casa para construir un alto edificio. Eran las últimas décadas del siglo XX cuando nos sacaron de cuajo y fuimos a un botadero provisorio.
Allí pasamos varios años. Un día llegó un arquitecto que dijo servirle el portón antiguo.
Nuevamente fuimos acicalados con una máquina arenadora, luego otra nos pintó y llegamos a ser el nuevo portón de entrada de un elegante y sanitizado edificio al oriente de Santiago
Allí llegaron muchas familias a vivir, algunas formadas por tres personas que no conversaban entre si, ni menos con los vecinos. Todos llegaban en carros propios. Esto languidecía de aburrido.
Nos extrañó que escaseaban los hijos y los fines de semana llegaban de amanecida ingresando sus carros por otra entrada hasta el subterraneo. Allí, tomaban un ascensor y desaparecían por un día.
Esa gente era realmente extraña. Solitarios todos, demasiadas horas de televisión y computador al día, nunca sonreían. Vivían enfermos, según escuchamos los comentarios de una que otra sirviente, son casi todos neuróticos, toman pastillas para dormir, no se visitan con sus primos, tíos y apenas soportan a sus padres. Muchos usan lentes para hacer su vida diaria, les preocupa demasiado el dinero, el éxito social, viven temerosos de la delincuencia, muchos se drogan para soportar la vida.
Van de vacaciones y llegan más cansados. Deben prepararse muchos aperitivos en fines de semana para soportar al resto de su familia, hasta el extremo que ahora hay más alcohólicos que cuando pasaba la acequia por fuera de nuestra primera casa. ¡Nos desagrada de ser el portón que traspasan los seres de estos tiempos
WIRIYO 20.05.05
jueves, 27 de marzo de 2008
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