jueves, 27 de marzo de 2008

EL CORONEL

Juan José manejaba su automóvil rumbo a casa de una hija, cuando fue interceptado a gran velocidad por dos vehículos que le cerraron el paso, del cual bajaron hombres armados, con rostros cubiertos. Rápidamente, abrieron su puerta y lo bajaron a golpes. El estaba permanentemente apuntado por dos individuos, uno con metralleta y el otro con una pistola con silenciador.
Con brutalidad le taparon la boca con cinta adhesiva, luego el rostro con un pasamontañas con la mira en la nuca, de una patada al fondo del piso donde amarraron sus manos, junto con gritos, insultos en los que el más suave era “asesino”. Durante el trayecto él percibía que daban vueltas a izquierda y luego a derecha para que no supiera cuál era la ruta.
Sus costillas permanentemente rebotaban en el piso del auto.
Cara al piso, su cuello era comprimido por una ametralladora, mientras le presionaban su espalda, sus piernas, con pestilentes botas y zapatos.
Luego de un extenuante viaje por un laberinto de calles, donde se escuchaba el bullicio callejero, bocinas, murmullos de gente, radios al paso, llegaron a un predio semi-rural con una casa enrejada y guardias armados que lo esperaban.
Lo bajaron a empujones, le quitaron la capucha y lo ingresaron a una casa vieja, sucia, con penetrante olor a desaseo. Atravesaron un pasillo con muros rayados e ingresaron en una habitación cuya ventana estaba tapiada con madera. Una luz de vela alumbró la sucia colchoneta de una habitación de 2 x 2 metros. Allí fue esposado a unos fierros en la pared, a 40 cm de altura, lo que le permitió dormitar con un brazo colgado. Le habían quitado todas sus pertenencias.

A esas alturas Juan José repasaba su vida preguntándose muchas cosas.
¿venganza por algún acto grave? ¿delación de alguna víctima suya de la dictadura?
Lo más importante era estar aún con vida.
A las siete de la mañana irrumpieron violentamente dos guardias de cara tapada
con metralletas sin seguros. Quitaron la llave de una esposa unida al muro y las cerraron en sus muñecas. Los guardias estaban nerviosos, no querían sorpresas con sus jefes. Lo acompañaron al baño para que orinara, tomara agua, lavara su cara.
Luego lo sentaron en un piso de paja, frente a una mesa fétida, donde le sirvieron café con leche y un pan. Estaba en su desayuno cuando ingresaron dos personas mejor vestidas. Uno se acercó sonriente propinándole un golpe en las costillas tumbándolo al húmedo y frío suelo.
_¿Qué ocurrió en Los Andes, coronel?
_¡ No sé que ocurrió en Los Andes! ¿Por qué me lo preguntan a mí? ¿Qué desean de mí?
_ Sólo información que nos ayude a dar con los responsables. Sabemos que Ud. fue transferido allí después, pero debió haberse enterado en detalle de todos los pormenores.
_ Escuché rumores. Sólo rumores. Nada concreto, sin nombres, quienes murieron, donde fueron a dar sus restos. Eso nunca. Yo llegué realizar mi trabajo.
_ Escúcheme coronel, nosotros estamos hablando en serio y si Ud. persiste en no colaborar con nosotros, sabe perfectamente lo que le espera.
_ Le vuelvo a repetir, señor. Sólo llegué a hacer mis tareas, no fui enviado a hacer investigaciones de hechos anteriores.
_ Llévenselo y manténgalo vigilado en su celda, sin comida, sin agua por tres días.
_¿Podrían avisar a mi casa que estoy retenido?
_ Una vez al día podrá el prisionero ir al baño, el resto es de su responsabilidad.
El coronel fue embestido con violencia por la espalda, para sentir cerrar el candado
Desde la soledad de su pieza, escuchaba ladridos de perros, voces en la lejanía y espaciado, motores de vehículos. Su estado de ánimo era bueno para el trato recibido. Pensaba que él era uno más en la ola de secuestros de los últimos años.
Constantemente recordaba su casa, a su mujer, su suegra, sus hijos y parientes. Desde su encierro escuchaba el murmullo de noticias, música, entregadas por una radio y posiblemente él estaría allí, pero nunca llegó a comprobarlo.
Los días fueron pasando. El trato no mejoraba. Siempre estaba encerrado con un guardián armado dentro de la pieza y el otro fuera.
Un día volvieron los jefes y nuevamente comenzó el violento interrogatorio para saber que había ocurrido en Los Andes.
El coronel no podía delatar a sus compañeros de armas y siempre fue muy cau- teloso para no involucrar a nadie. Esta lealtad tenía un costo que debía pagarlo una y otra vez con grandes golpizas y privaciones.
_ ¿Puedo saber quienes son Uds.? Por qué me tienen cautivo?
_ No. No puede. Ud. no tiene derecho a preguntar nada. Para eso estamos nosotros.
_ Uds. pertenecen a FPL, o Familiares de NN expresó a viva voz, pero sus captores no lo miraron en señal de desprecio.

El ministerio del Interior, mientras tanto estaba haciendo indagaciones acerca del paradero del coronel, pues había sido en la vía pública, observado por algunos, divulgado por un par de medios.

Juanjo, como le decían sus parientes, se comenzaba a adaptar a ese confinamiento, mal trato, golpizas, privaciones de alimentos, a pasar mucha sed, debido a sus entre namientos de supervivencia militar.
Llegó el día en que esposado y con heridas en sus muñecas, sus guardianes lo invitaron a compartir la mesa, le hablaron por primera vez durante más de un mes desde que estaba cautivo. De allí en adelante, su entereza que comenzaba a flaquear, se fortaleció dándose ánimo para soportar esa pesada carga.
Recordaba tiempos mejores junto a su esposa, sus hijos, sus amigos y compañeros.
Ese día notaba un pequeño cambio, porque le conversaban, quizás para sacarle información más adelante. Cuatro veces al día se sentaba en la cocina y compartía sus conversaciones, sus chistes groseros, sus risas, propias de quienes estaban nerviosos, a pesar de los tragos y quizás la droga. Pero en el momento de cumplir su tarea de carceleros, eran severos y estrictos.

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El coronel con los meses pasó a sentirse más cómodo, porque tenía cierta libertad para pasearse dentro de la casa bajo la atenta mirada de sus celadores. Las armas no las abandonaban en ninguna circunstancia, ni cuando bebían de la botella que iba pasando de boca en boca hasta que le tocaba a él.
Ahora rara vez venían los jefes y cuando llegaban, no sólo no le hacían
daño, sino que le conversaban normalmente y rápido desaparecían.

Muchas veces él preguntó hasta cuando lo mantendrían retenido, pero sus cuidadores se limitaban a decirle que ellos no lo sabían y sólo cumplían órdenes.
Un día llegó uno de ellos con revistas, diarios, chocolates y hasta un par de naipes.
Entonces Juan José los leyó cuidadosamente descubriendo un artículo sobre su rapto, pero se desconocían las causas y su paradero. Su caso estaba en manos de la justicia que investigaba.
Con los naipes el trío pudo hacer más entretenidos los días. Después de los almuerzos comenzaba el juego. Cuando había apuestas se hacía con monedas de 10 pesos, siempre con la metralleta al lado.

Un día en medio de una tomatera, plena de risas, con sus guardianes borrachos, uno se paró y sin darse cuenta se sacó su capucha que lo hacía transpirar y se mostró a cara descubierta. Se rascó el pelo negro ensortijado y regresó a su lugar en la mesa como si no pasara nada. Sus ojos estaban inyectados en sangre. Su compañero estaba tan mal que no se percató de lo ocurrido y se levantó para ir al baño, dejando su arma al alcance del detenido. Este se dio cuenta de inmediato y se tuvo que hacer el somnoliento.
El coronel había estado esperando ese día desde mucho tiempo, pero no tuvo el valor, desconociendo con qué sorpresa se encontraría fuera en el patio, o quizás en el sitio vecino. No tenía certeza si habría más gente involucrada en los alrededores y optó por renunciar a su derecho a la fuga.
Tampoco sabía si todo aquello era un acto estudiado y preparado premeditadamen-
te, o si había resultado al azar.
Los días siguientes fueron con más apego a las normas, pero con el mismo espíritu de jolgorio y permisividad. Su cautiverio no lo molestaba de ninguna manera.
De vez en cuando se acordaba de su mujer, su suegra y sus hijos.
Un día aparecieron los jefes. Le traían un chaleco color rojo de lana para el frío e instalaron un televisor para que pudieran ver noticias o lo que quisieran.
_ Llevo más de cinco meses detenido por Uds. ¿cuándo me van a soltar?
_ No se preocupe, coronel. Pronto va a llegar ese día. Por ahora no lo sabemos.
_ Si no se me acusa de nada. ¿porqué no me dejan ir?
_ Todo a su debido tiempo coronel. Todo en su momento. Estamos en eso.
Aproveche bien el aparato que le hemos traído y no pase frío, coronel.


Como toda novedad, antes que salieran los jefes el televisor ya estaba encendido,
sonando día y noche los programas habituales. En los noticieros no se mencionaba
nada de él porque siempre había algo más reciente. Día tras día y nada.

Su prisión se volvió más amarga por una semana, pero con el correr del tiempo volvió a ser amistosa, con muchos brindis en las noches, con apuestas de naipes,
risotadas y borracheras. Con sus guardianes se crearon fuertes vínculos de amistad aunque en bandos opuestos, políticamente irreconciliables. Pero allí no se hablaba de política.

Más de seis meses llevaba Juan José retenido contra su voluntad, cuando un día ingresaron muy sonrientes los dos jefes y le contaron que al día siguiente en la noche, él podría ir a su casa.
Esa noche el detenido no conciliaba el sueño. Regresar sano y salvo junto a su señora. Desvelado de tanto pensar en el regreso; volver a estar junto a su mujer y su suegra, regresar su casa y subir nuevamente la escala.
Eran las cinco y media de la madrugada y Juan José aún no podía dormir.
Horas más tarde debería ponerse en camino rumbo al hogar. Tanto lo había esperado meses atrás y ahora recién se comenzaba a concretar el regreso a casa.

A las ocho de la noche, ya oscuro, apareció un jefe

_ ¿Estamos listos para que lo lleve un auto, coronel?
_ Estamos listos. Estamos listos, tengo mis cosas, mis llaves, mi dinero.
_ No lo veo contento de irse, coronel. ¿Se siente bien?
_ Tiene Ud. razón, expresó quebrándose de emoción. Yo me acostumbré a vivir entre Uds., a participar en este grupo, a no tener responsabilidades, a dejar de preocuparme por mi supervivencia y la de mi familia. Allá, no recibo ningún cariño de mi mujer o hijos con escaso contacto.
Es Ud. buen observador, agregó con lágrimas en los ojos. La idea de regresar a mi casa con mi mujer y mi suegra me enferma. Yo me quedaría aquí para siempre porque hice amigos de verdad.
La libertad me produce espanto. No tengo amigos de verdad... allá no tengo nada.
_ Coronel. Comprenda Ud. que no lo podemos seguir manteniendo aquí, porque los hombres también se van. Ya coronel, póngase la capucha para poder salir. ¡Luego de tanto tiempo deben esperarlo con ansias! ¡Cómo sabe si todo cambia!

Luego de una emocionada despedida con fuertes abrazos, Juan José fue ayudado a salir de la casa e introducirse en la caja maleta de un vehículo que partió raudo.
Al cabo de una hora regresó el chofer, diciendo que el trabajo estaba terminado.

WIRIYO 6.4.2006

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